En los márgenes del mundo

Se ha suicidado Bruno Bettelheim. Era psicoanalista y fue primero profesor de estética, superviviente de Dachau y Büchenwald, judío, inteligente, viejo. Su muerte nos coloca, una vez más, ante la paradoja en la cual cabe todo el irrisorio drama de la condición humana: no es pensable ser mortal, ni tolerable envejecer. 

La muerte y la vejez son siempre cosa de los otros. Y sólo la muerte, sin embargó, es importante, porque sólo ella introduce en nuestros juegos simbólicos de infinito. Nada sucederá ya nunca por primera vez: ni estupor ni deseo. Es eso envejecer: nada desconocido, hastío, locura de la caducidad, de la que en algún momento hablara el maestro austríaco. Tanto tiempo de espera para eso: en la biblioteca, no leer ya -decía Cernuda, releer sólo, sobrevivir en un tiempo ajeno, ser, en una palabra, póstumo. Sólo amargura es el tiempo. Nada se aprende. Nada de cuanto pasó valió la pena. Todo deviene sólo material de derrota del superviviente. 


Y, en el menos penoso de los casos, contumacia. No ser ya siquiera audible: eso es quizás todo. Descubrir cómo la angustia no era un hallazgo analítico, sino esa cosa sórdida, de la cual no hay manera de salvarse. Y saber que todo será siempre peor. Que nada redimirá un instante el espanto de sí mismo, la caída de un cuerpo horadado por el tiempo, que es asco... Bettelheim, que apreciaba en Freud no la terapia sino la belleza del análisis, debía saberlo: no hay cura para el mal oscuro. La cura es sólo mistificación del gran hallazgo freudiano: la ficción de la consciencia y el vacío del sentido. Fortalezas desertadas. Deseo y muerte. Nadie habrá sabido nunca qué hacer con esta vida. La muerte es la cura, porque no hay sujeto sino enfermo. El sujeto es la enfermedad. Ser es repetir, así, los gestos de cuantos no supieron. Idénticos, al fin, a todos los idénticos. Toda voz es monocorde. Todo decir de sí, leyenda. Tenaz reiteración en el vacío, la perseverancia. 

Y, luego, morir. Tras no haber hecho sino llenar de signos en la arena el espacio de una esfera que, repitiendo el proceder de los mayores, perpetúa el gesto y el lugar del padre. La escritura lo comprende todo -o piensa comprenderlo, que es lo mismo-: «Missen macht frei», repite Bettelheim, «el conocimiento te hace libre». Libre, claro está, de morir como los otros, de ser tan precisamente mortal como los otros y tan vulnerable como todos ellos. Sólo queda entonces una reiteración que puede ser quebrada por el último esfuerzo de verdad. «Si Freud no podía equivocarse» -escribía Bruno Bettelheim, al final de su vida-, «era porque jamás en la historia del mundo se produjo una tan perfecta fusión entre instinto de muerte y sexo». Es sólo la experiencia de la muerte lo que cuenta. Lo demás, simulacro.

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